Me crié educado en la idea de que hablar de dinero es obsceno. En cambio, cuando cumplà 18 y habÃa estallado La Crisisâ„¢, se empezaron a normalizar las conversaciones sobre nuestras finanzas, siempre en una misma dirección: "Estamos jodidos". Estudié una carrera humanista en una universidad pública durante una recesión, asà que poca gente de la facultad decÃa otra cosa respecto a su economÃa y la de su familia. Anunciar que en la tarde anterior habÃa ganado 60 euros en un catering y me los habÃan pagado al momento ya era una pequeña victoria para todo el grupo. Asà estaba la cosa.Además, esas conversaciones también tenÃan mucho de consuelo colectivo. Ostentación en rojo, nunca en negro. Presumir de haber cambiado de móvil encontrando la madre de todos los chollos o de haber cenado aceptablemente por seis euros estaba bien visto. Pero que a nadie se le ocurriese decir algo como "ayer me gasté 60 euros en un restaurante" o "estoy dudando entre un Mercedes o un BMW". Si habÃa alguien que podÃa decirlo, mejor que se callara.Pasamos a junio de 2020. Primera vez que me junté con mis amigos desde que comenzó la pandemia. Cenamos una torrà en un chalet bajo la luz de la Luna, y no recuerdo muy bien cómo, empezamos a hablar de dinero. Sin tapujos. Lo que ganábamos, lo que tenÃamos. De algunos ya lo sabÃa, de otros no. Simplemente porque nunca habÃa surgido. Lo hablamos con naturalidad, sin triunfalismos ni quejas amargas. Tenemos la confianza suficiente como para poder hacerlo sin temor a que nadie despierte envidias insanas ni que se produzcan peticiones incómodas.Y ahà pensé en lo muy diferente que era una conversación entre treintañeros en 2020 frente a las creencias con las que yo habÃa crecido. Hablar de dinero en los noventa, al menos según lo recuerdo, era un acto de ostentación para el afortunado o de exposición innecesaria de miserias para quien tiene finales de mes que duran quince dÃas.Un tiempo después, un artÃculo del Wall Street Journal me recordó todo aquello porque aparentemente los millennials hablamos del peculio mucho más a la ligera que las generaciones anteriores. Resulta que sufrir en nuestras carnes la crisis de 2008 durante la edad de acceso al mercado laboral disparó nuestro interés por la educación financiera. Incluyendo comprender nuestro entorno. Y de ahà las conversaciones en las que van saliendo cifras que nuestros padres jamás habÃan querido compartir.De esas charlas supongo que todos aprendimos a valorar mejor —en positivo o en negativo, pero con más precisión— nuestra posición financiera. Salarial y de ahorro. Y quizás eso sirvió, a su vez, para que podamos pelear mejor aquello que creemos justo a la hora de negociar un salario o los términos de un contrato.Tal vez serÃa sano empezar a normalizar comentar estos temas también entre compañeros de trabajo (y aquà admito que se me hace cuesta arriba, es algo muy distinto a mis amigos de toda la vida). Aunque fuese para evitar agravios comparativos. Si yo viese que mi jefe firma cheques estratosféricos al primero que pasa por la puerta y yo fuese el único picateclas de la empresa capaz de juntar dos subordinadas sin anacolutos, también le pedirÃa que regase mi nómina. Es el mercado, amigo.
💸 Parné
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Me crié educado en la idea de que hablar de dinero es obsceno. En cambio, cuando cumplà 18 y habÃa estallado La Crisisâ„¢, se empezaron a normalizar las conversaciones sobre nuestras finanzas, siempre en una misma dirección: "Estamos jodidos". Estudié una carrera humanista en una universidad pública durante una recesión, asà que poca gente de la facultad decÃa otra cosa respecto a su economÃa y la de su familia. Anunciar que en la tarde anterior habÃa ganado 60 euros en un catering y me los habÃan pagado al momento ya era una pequeña victoria para todo el grupo. Asà estaba la cosa.Además, esas conversaciones también tenÃan mucho de consuelo colectivo. Ostentación en rojo, nunca en negro. Presumir de haber cambiado de móvil encontrando la madre de todos los chollos o de haber cenado aceptablemente por seis euros estaba bien visto. Pero que a nadie se le ocurriese decir algo como "ayer me gasté 60 euros en un restaurante" o "estoy dudando entre un Mercedes o un BMW". Si habÃa alguien que podÃa decirlo, mejor que se callara.Pasamos a junio de 2020. Primera vez que me junté con mis amigos desde que comenzó la pandemia. Cenamos una torrà en un chalet bajo la luz de la Luna, y no recuerdo muy bien cómo, empezamos a hablar de dinero. Sin tapujos. Lo que ganábamos, lo que tenÃamos. De algunos ya lo sabÃa, de otros no. Simplemente porque nunca habÃa surgido. Lo hablamos con naturalidad, sin triunfalismos ni quejas amargas. Tenemos la confianza suficiente como para poder hacerlo sin temor a que nadie despierte envidias insanas ni que se produzcan peticiones incómodas.Y ahà pensé en lo muy diferente que era una conversación entre treintañeros en 2020 frente a las creencias con las que yo habÃa crecido. Hablar de dinero en los noventa, al menos según lo recuerdo, era un acto de ostentación para el afortunado o de exposición innecesaria de miserias para quien tiene finales de mes que duran quince dÃas.Un tiempo después, un artÃculo del Wall Street Journal me recordó todo aquello porque aparentemente los millennials hablamos del peculio mucho más a la ligera que las generaciones anteriores. Resulta que sufrir en nuestras carnes la crisis de 2008 durante la edad de acceso al mercado laboral disparó nuestro interés por la educación financiera. Incluyendo comprender nuestro entorno. Y de ahà las conversaciones en las que van saliendo cifras que nuestros padres jamás habÃan querido compartir.De esas charlas supongo que todos aprendimos a valorar mejor —en positivo o en negativo, pero con más precisión— nuestra posición financiera. Salarial y de ahorro. Y quizás eso sirvió, a su vez, para que podamos pelear mejor aquello que creemos justo a la hora de negociar un salario o los términos de un contrato.Tal vez serÃa sano empezar a normalizar comentar estos temas también entre compañeros de trabajo (y aquà admito que se me hace cuesta arriba, es algo muy distinto a mis amigos de toda la vida). Aunque fuese para evitar agravios comparativos. Si yo viese que mi jefe firma cheques estratosféricos al primero que pasa por la puerta y yo fuese el único picateclas de la empresa capaz de juntar dos subordinadas sin anacolutos, también le pedirÃa que regase mi nómina. Es el mercado, amigo.